Durante mucho
tiempo pensé que mi vida no merecía ser contada, debido a la falta de
intensidad y aventuras, pero todo eso cambió un buen día, cuando un grupo de
trovadores consiguieron infiltrarse a través de las férreas murallas que nos
rodeaban.
Mi mundo se
reducía a la escasa extensión de tierra que pertenecía a mi pequeña ciudad. Muchos
pensaréis, si tan pequeña era, ¿por qué no tomé la iniciativa de explorar
nuevos horizontes? Lo intenté, os juro que lo hice. Pero no sirvió de nada,
pues el miedo se había apoderado de los corazones de mis vecinos, evitando
soñar con cualquier contacto exterior. Os lo explicaré todo desde el principio.
Mi pueblo,
valiéndose de un gran esfuerzo, construyó durante años una ciudad próspera,
pacífica y hospitalaria. Acogía a todo aquel viajero que deseara pasar una
noche arropado por el calor de una buena hoguera, bajo las suaves sábanas de
una mullida cama. Cirio se convirtió en un destino más que deseado por todos,
incluso por los grandes mandatarios del país, que preferían realizar allí sus
reuniones importantes antes que hacerlo en cualquier ciudad vecina. Las sonrisas,
los gritos de júbilo, las muestras de cariño y las bromas componían el decorado
de nuestras calles cada día. Pero todo es efímero, tanto como nuestra propia
vida.
Cuando soplé las
velas de mi cuarto cumpleaños, un fuerte estruendo hizo temblar la mesa donde
descansaba mi pastel, haciéndolo caer al suelo, donde quedó destrozado
irremediablemente. Mis padres, al ver cómo las lágrimas desbordaban mis ojos,
corrieron hacia la ventana para comprobar qué era lo que había provocado tal
alboroto. Mi madre ahogó un grito al comprobar que un millar de soldados se
habían infiltrado en la ciudad, destrozándolo todo a su paso y arrancando las
vidas de aquellos que habían sonreído minutos antes. Nos estaban atacando. Esa era
la realidad, por increíble que pareciera. No había ocurrido algo así en más de
mil años y ahora todo aquello por lo que habíamos luchado se desmoronaba.
- Quédate con
Clara. Yo tengo que averiguar lo que está pasando. – la voz de mi padre había
cambiado de repente, ya no era tierna y dulce, ni estaba acompañada de una
ligera sonrisa. La preocupación, el miedo y la desesperación la habían tornado
seca, grave y triste.
- No, no vayas.
No tienes por qué hacerlo. – le imploró mi madre con lágrimas en los ojos.
Mi padre posó
sus manos sobre las mejillas de mi madre y la besó en la frente con una
suavidad abrumadora.
- Nuestro pueblo
me necesita y debo protegeros, es mi deber.
Mi madre agachó
la cabeza y asintió lentamente.
- Pase lo que
pase, no salgas de casa ni abras la puerta a nadie, ¿me has entendido? – mi padre
temía que mi madre no lo obedeciera y se obcecara con la idea de seguirlo. Pero
ella se limitó a asentir una vez más.
Fue entonces
cuando mi padre se acercó a mí y limpió mis lágrimas con uno de sus pañuelos de
seda que tanto me gustaban, porque llevaba impregnado su olor, a menta y
canela.
- Ahora tienes
que ser una niña obediente y hacer caso a mamá en todo lo que te diga, ¿de
acuerdo? – su voz volvía a ser la misma de siempre, aunque mi corazón se
encogía de miedo y no sabía por qué.
- Sí, papá. –
contesté con mi voz de niña -. Pero no tardes en regresar, recuerda que mamá va
a preparar tu cena favorita esta noche.
Mi padre asintió
con una leve sonrisa y un brillo extraño en los ojos. Me besó en la frente y se
alejó de mí sin volver a mirarme. Entró a su dormitorio y salió vestido con un
atuendo muy extraño que detesté desde el primero momento en que lo vi. Además llevaba
en la mano un objeto extraño, parecía un gran cuchillo muy afilado. ¿Para qué
lo querría? Algún tiempo después lo comprendí todo con claridad.
Mi padre se
marchó esa tarde y no regresó jamás. Mi madre hizo todo lo que él le había
pedido y permanecimos ocultas en casa hasta que los fuertes ruidos del exterior
desaparecieron. Cuando la calma volvió a reinar en Cirio, mi madre abrió la
puerta con manos temblorosas y ambas descubrimos cómo había cambiado todo en
unas pocas horas. El crepúsculo de la tarde tiñó el cielo de rojo y la sangre
había sustituido a las flores en las calles de piedra de nuestra ciudad. Mi
madre intentó taparme los ojos y ocultar aquello que tanto podía afectarme,
pero era demasiado tarde. Esa imagen se quedó grabada en mi mente para siempre.
Todos aquellos
que consiguieron salvarse ese día trabajaron hombro con hombro para devolver a
Cirio su esplendor habitual. Construyeron en el cementerio un pequeño panteón
en honor a aquellos que habían perdido la vida protegiéndonos a todos,
incluyendo a mi padre.
A los pocos días,
todo pareció volver a la normalidad, sin embargo llegó a nuestras casas una
citación del gobernador. Debíamos reunirnos en la plaza de Cirio para escuchar
un comunicado oficial. Mi madre permitió que yo estuviese presente. Nunca había
visto al gobernador en persona y me intimidó su elevada estatura y su intensa
mirada, que parecía traspasarte el corazón. Cuando comenzó a hablar di un
respingo. Su voz era profunda, grave y muy potente.
- Querido
pueblo, os he reunido hoy aquí debido a la tragedia que se ha cernido sobre
nosotros. Hace unos cuantos días nos atacaron sin darnos un aviso previo. Tuvimos
que hacer frente a la amenaza solos, sin la ayuda de nuestros vecinos, a los
que acudí de inmediato. Nos ignoraron y ahora seremos nosotros los que olviden
que existen. Cuando salga el sol comenzaré a construir una gran muralla que nos
protegerá de todo peligro del exterior y evitará que vuelvan a atacarnos y a
arrebatarnos a aquellos a los que amamos. Se establecerá una guardia en las
puertas de la muralla que sólo dejará entrar las mercancías destinadas a
abastecer nuestras necesidades. Nadie podrá entrar, pero tampoco nadie podrá
salir. Somos perfectamente capaces de vivir y prosperar solos, resguardados
bajo la protección de la muralla y sin el temor anidando nuestros corazones.
Nadie puso
objeciones a lo que se dictaminó esa noche, porque el miedo aún se hospedaba en
las almas de todos nosotros y el resentimiento por la falta de ayuda nos
instaba a desear la destrucción de cualquier lazo con el exterior.
Al poco tiempo,
una imponente muralla se alzó ante nuestros ojos y nos encerró en Cirio para
siempre.
Jamás volvieron
a atacarnos, la paz volvió a nuestra ciudad y las risas acaparaban las calles. Mi
madre no derramó ni una sola lágrima por la muerte de mi padre, pero algo en
ella se había roto irremediablemente. Su dulce voz cantarina que nos despertaba
cada mañana había desaparecido, su sonrisa juguetona se había evaporado por
arte de magia, su cabello perdió el brillo que iluminaba su rostro, sus ojos se
apagaron sin ninguna explicación y sus movimientos se tornaron lentos, tristes
y desganados. Cuando yo estaba delante, ella intentaba disimular todo esto,
pero en los momentos en los que se creía sola, se dejaba llevar por la tristeza
y el pesar.
Pasaron los años
y nada cambió en Cirio. Yo paseaba por las calles observando siempre los mismos
rostros, nadie entraba en la ciudad y, por supuesto, nadie salía. Cirio se
convirtió en una prisión de la que no podía salir. En más de una ocasión le
pedí a mi madre que me dejara viajar a una ciudad más grande para poder hacer
aquello que conseguía llenar mi corazón: escribir historias.
- Jamás vuelvas
a pedirme una cosa así. Nunca, Clara, nunca saldrás de aquí. Perdí a tu padre
después de dejarlo marchar y no volveré a cometer el mismo error. – esa era siempre
su respuesta y yo carecía de argumentos para rebatirla.
Así que me
resigné a vivir rodeada de esa muralla que no me dejaba ver más allá de mi
pequeña ciudad, creando historias de mundos desconocidos para mí, sin
posibilidad de que nadie se interesara por ellas. Mi madre me animaba a conocer
chicos que pudieran interesarme para establecer una relación romántica, pero mi
corazón aún no estaba preparado para algo así, eran otros anhelos los que
ocupaban todo mi tiempo. Incluso cuando ayudaba a mi madre en sus labores de
costura, que era a lo que se dedicaba, yo no podía dejar de pensar en el mundo
que se alzaba detrás de esa muralla que yo no podía cruzar.
Una mañana,
mientras terminaba de coser el bajo de un vestido que habían entregado el día
anterior, un tremendo alboroto me hizo perder la aguja en el suelo. Mi madre
comenzó a temblar violentamente, reviviendo el miedo que había sentido el día
que atacaron Cirio. Yo dejé el vestido en la mesa y me dirigí a la ventana para
averiguar lo que estaba pasando.
- Clara… - me
estremecí al sentir el miedo que impregnaba la voz de mi pobre madre.
Yo la tranquilicé
con un gesto de mi mano y observé el exterior. Nadie nos estaba atacando ese día,
pero un grupo de personas desconocidas habían entrado en el pueblo
misteriosamente. Paseaban por las calles subidos a una extraña carreta pintada
de vivos colores: verde, azul, rojo y amarillo. Tocaban instrumentos que no
había visto en mi vida pero que desprendían una música maravillosa. Algunos de
ellos caminaban delante de la carreta cantando con voces melodiosas.
- Mamá, tienes
que ver esto.
Con paso
tembloroso, mi madre se acercó a mí y descubrió aquel jolgorio que iluminaba
los rostros de mis vecinos. Corrí hacia la puerta y salí al exterior. Fue en
ese momento cuando la música cesó y uno de ellos comenzó a hablar:
- Queridos
lugartenientes, tengo el honor de anunciaros que esta noche tenéis una cita
alrededor de la hoguera para escuchar maravillosas historias que os harán volar
a mundos desconocidos que ni siquiera os podéis imaginar.
La gente gritaba
de júbilo y hablaban entre ellos sin comprender muy bien lo que estaba ocurriendo,
pero como ningún guardia apareció para arrestar a toda esa gente, decidieron
que sería una muy buena idea hacer lo que les pedían.
Mi corazón
parecía latir desbocado. Contar historias… esa gente se dedicaba a contar
historias. No podía creérmelo. Le pedí a mi madre que acudiésemos esa noche a
la cita, pero ella no parecía demasiado entusiasmada. Así que finalmente fui yo
la que me senté alrededor de la hoguera esa noche, junto con un buen número de
habitantes que esperaban entusiasmados el comienzo del espectáculo.
No tuvimos que
esperar demasiado. Al poco rato, una música suave invadió toda la plaza y un
hombre vestido con ropas de muchos colores comenzó a caminar alrededor de la
hoguera mientras recitaba unos maravillosos versos que nos hicieron viajar a
mundos imaginarios en los que sus protagonistas vivían maravillosas aventuras,
acompañadas de intensos romances y luchas sangrientas. Cuando terminó su
historia, todos lo aplaudimos entusiasmados. Las voces se apagaron al ver
entrar a un joven que vestía las mismas ropas que el anterior trovador. Parecía
no ser mucho mayor que yo. Sus ojos brillaban con intensidad debido al crepitar
del fuego y su cabello parecía rojo como la sangre. Nos miró con una intensidad
que nos dejó sin aliento y comenzó a recitar su historia. Fue maravilloso. Su voz
nos transportó más allá de nuestra imaginación, haciéndonos partícipes de su
aventura, incluso haciéndonos creer que éramos los protagonistas. La ovación
que recibió ese joven trovador fue ensordecedora y él la agradeció con una
inclinación de cabeza. Se marchó y dejó paso a un nuevo compañero, pero yo no
podía quedarme sentada. Algo en mi interior me gritaba que debía seguir a ese
muchacho y averiguar cómo era posible que alguien tan joven tuviese la
capacidad de narrar de esa forma.
Lo encontré a
unos veinte pasos de la hoguera, dónde habían instalado su carreta. Estaba rodeado
de algunos de sus compañeros con los que compartía su reciente experiencia. Me acerqué
con cuidado. No fue hasta que estuve a pocos pasos de ellos cuando una mujer de
rostro arrugado se percató de mi presencia.
- ¿Deseas algo? –
me preguntó con melodiosa voz.
Todos me miraron
expectantes, incluso el joven trovador.
- Me gustaría
hablar con él, si eso fuese posible. – contesté señalando al aludido.
La mujer sonrió débilmente
y miró al joven.
- Si a Marco no
le importa, no veo por qué deba importarme a mí.
Él se encogió de
hombros y se acercó a mí.
- Ven conmigo. –
me dijo mientras me conducía a una calle un poco más alejada del tumulto de la
plaza -. ¿Qué deseas?
- Quería saber
cómo habéis entrado en Cirio. Hace años que el gobernador no permite la entrada
a nadie, tan solo entra la mercancía que necesitamos para vivir. – dije casi en
un susurro.
Marco sonrió y
pude comprobar que sus ojos brillaban con intensidad a pesar de que las llamas
de la hoguera ya no se reflejaban en ellos.
- Con el poder
de las palabras, no te puedes imaginar lo poderosas que son. – contestó -. Esta
ciudad es conocida en todo el mundo por permanecer aislada de todo y nosotros
nos propusimos el reto de cruzar la muralla para dar a sus habitantes un poco
de alegría.
- ¿Estás
diciéndome que no somos más que una apuesta? – pregunté un poco molesta.
- Algo así. Sin embargo
ahora sé que lo que empezó siendo una apuesta se ha convertido en un milagro.
- ¿A qué te
refieres?
- Has tenido que
darte cuenta tú también. Fíjate en los rostros de tus vecinos. – me pidió
señalando hacia la hoguera que brillaba un poco más lejos -. Sus ojos han
recuperado el brillo que no tenían cuando entramos esta mañana, sus sonrisas
han despertado la alegría que permanecía oculta en sus almas. El miedo ha sido
reemplazado por la esperanza, los sueños y los deseos.
Tenía razón. Mis
ojos eran testigos del cambio que la llegada de esos trovadores había provocado
en mi pueblo, y en mí misma. En mi interior podía sentir cómo la llama de la
esperanza había inundado todo mi ser.
- ¿Cómo es
posible que un muchacho de tu edad sea capaz de contar esas historias? Es
imposible que hayas vivido tantas aventuras para inspirarlas. – le pregunté
mirándolo a los ojos.
- Se trata de
magia. – me contestó.
- ¿Magia? No soy
estúpida, sé que la magia no…
- ¿No existe? –
me interrumpió -. ¿Cómo puedes saberlo? No has visto más mundo que esta pequeña
ciudad, por lo tanto desconoces aquello que ilumina el mundo. Son mis sueños
los que dotan a mi imaginación de estas historias, sin ellos estoy perdido. Pero
para soñar debes creer, pues el escepticismo trae consigo la oscuridad y esa
oscuridad destroza cualquier atisbo de imaginación.
- ¿Qué me estás
queriendo decir?
- Que si quieres
ver magia con tus propios ojos debes creer que existe y luego luchar para
encontrarla.
Permanecí en
silencio durante un buen rato, pensando en todo lo que Marco me había dicho. Jamás
había oído hablar de algo así. Mis historias no iban más allá de mi propia
realidad y pensar que algo que parecía fantástico fuese real me producía una
inquietud difícil de descifrar.
- No puedo salir
de Cirio, lo he intentado varias veces y es imposible. – le respondí con
tristeza.
- Confía en ti misma
y lo conseguirás. – Marco se acercó a mí y estampó un suave beso en mi mejilla.
Entonces se
alejó de allí con una hermosa sonrisa en su rostro. Me marché a casa pensando
en todo lo que me había dicho, en la posibilidad de que la magia fuese real y
en todas las cosas que podría descubrir si cruzaba esas duras murallas que me
separaban del mundo.
Al día siguiente
busqué a Marco pero ya se había marchado junto con los demás. Albergué la
esperanza de que regresaran algún día, pero pasaron varios años y nunca
volvieron. Fue entonces cuando tomé una decisión: me marcharía de Cirio, aunque
para hacerlo tuviese que enfrentarme al mismísimo gobernador.