sábado, 24 de mayo de 2014

El niño que miraba a las estrellas


El niño que siempre miraba a las estrellas era mi hermano. Su luz, decía, brilla como si de una pequeña hada se tratase. Y es que él pensaba que esas fantásticas criaturas eran las responsables de que millones de lucecitas brillasen en el oscuro cielo al caer la noche. Yo sonreía al oír sus palabras, no podía cuestionar su imaginación, pues lo único que estaría haciendo sería destruir aquello que mantiene el alma con vida: la imaginación.
Mi hermano era un niño completamente normal durante el día. Iba al colegio, jugaba con sus amigos, leía algunos libros, estudiaba. Cuando el poderoso sol se alejaba para dejar sitio a la blanca luna, mi hermano corría hasta la ventana de su habitación y miraba las estrellas. Si alguna noche las nubes osaban ocultar su brillo, entonces mi hermano lloraba. Era tanto su entusiasmo por aquellos pequeños astros que una noche decidí observarlo detenidamente para intentar descifrar el motivo de su inquietud. Permanecí en el umbral de la puerta de su habitación, conformándome con observar a través de una pequeña abertura. Él pareció no darse cuenta de mi presencia, pues no despegaba su mirada del oscuro cielo. No puedo recordar con exactitud cuánto tiempo estuve allí, pero fue mucho, de eso estoy segura. Los ojos de mi hermano brillaban de un modo especial, como si lo que había allí arriba fuese lo más maravilloso del mundo. Es cierto que las estrellas son muy hermosas, pero debía haber algo más, ¿verdad? Y lo había.
Llegó un momento en el que debía luchar contra mis párpados para que no se cerrasen y me dejasen observar un rato más. Fue entonces cuando oí algo que casi me hizo gritar.

-          No, Anna, no te vayas todavía. – dijo mi hermano con su cantarina voz quebrada por la inquietud.

Mi hermano, mi pequeño hermano de apenas seis años había pronunciado el nombre prohibido. Si alguien en casa osaba hacerlo, entonces tendría problemas. Y él lo había hecho. Miré hacia el oscuro pasillo. No había nadie. Suspiré aliviada al comprobar que tan solo yo lo había escuchado. Desvié la mirada hacia mi hermano y me sobresalté. Ya no estaba junto a la ventana. Me atreví a abrir un poco más la puerta y lo encontré tumbado sobre la cama, con sus dulces ojos anegados en suaves lágrimas.

-          Buenas noches, Anna. – dijo con tristeza.

No pude soportarlo más. Me marché a mi habitación con mucho cuidado para evitar que alguien pudiera oírme. Cuando me hallé en el interior, entonces otorgué libertad a mi sufrimiento y dejé que las lágrimas desbordaran mis ojos. Sin saber bien por qué lo hacía, me acerqué a la ventana y observé el cielo. Parecía el mismo de siempre, el que todas las noches nos cubría con su oscuro manto. Tal vez fuese mi imaginación, pero parecía que una de las estrellas era más grande que las demás y su brillo mucho más intenso. Anna, mi pequeña Anna. ¿Estabas ahí? No fue necesario que nadie contestase, pues algo en mi interior había cambiado. Esa profunda tristeza que ahogaba mi alma parecía estar disolviéndose poco a poco, para ser sustituida por algo mucho más cálido y luminoso, ¿nostalgia, tal vez? O más bien la añoranza de algo ya pasado y que no iba a volver.

-       ¡Mira Laura! Lo he hecho para ti. – gritaba la vocecilla dulce y acompasada de mi pequeña Anna cuando acababa de cumplir tres años.

Aparté la mirada de las estrellas y miré hacia mi oscura habitación. La luz de esa pequeña estrella se había colado a través de los cristales y me estaba regalando el recuerdo de mi Anna. Allí estaba mi hermana, tan pequeña como la recordaba, con su cabello castaño cayéndole sobre los hombros y su hermoso y entrañable rostro me dedicaba una tierna sonrisa. Su manita me ofrecía un pequeño regalo que me había hecho con sus propias manos: un hermoso collar decorado con flores que ella misma había recogido del jardín. Me acerqué a ella y me coloqué a su altura para poder mirarla a los ojos.

-          Gracias, pequeña. Es lo más bonito que me han regalado nunca. – le dije intentando contener las lágrimas.

-          Prométeme que te lo pondrás todos los días. – me pidió.

-          No pienso quitármelo nunca. – le prometí.

Mi pequeña Anna sonrió satisfecha y se marchó. La luz seguía brillando dentro de mi habitación pero ella ya no estaba. Llevé el collar durante una semana entera, hasta que la luz de su sonrisa se apagó para siempre y las flores comenzaron a marchitarse. Aún recuerdo aquella llamada que recibí mientras estaba en el instituto.

-          Laura, tienes que venir a casa. Tu hermana no ha podido resistir más.

La voz de mi madre se apagó hasta que sólo pude escuchar el eco del sonido del teléfono. No recuerdo cómo llegué hasta casa, lo único que puedo recordar es a mi hermano pegado al ataúd de Anna, negándose a separarse de ella bajo ningún concepto. Ambos tenían tres años en esos momentos. Habían permanecido unidos desde el día de su nacimiento y ahora la delicada salud de mi hermana los había separado para siempre. Pero todos nos equivocábamos. Anna seguía con él. Cada noche lo acompañaba para aliviar su soledad e infundirle fuerzas y esperanzas para seguir hacia adelante. Era eso lo que había hecho que mi pequeño hermano no se desmoronara, y ahora lo entendía. Con el corazón latiéndome con fuerza, abrí un pequeño joyero de cristal que tenía en mi mesita de noche. Allí estaba el hermoso collar que mi Anna me había regalado días antes de perder la vida. Las flores se habían oscurecido, pero aún conservaban un dulce aroma que llenó de luz mi alma. Me puse el collar y me encaminé hasta la habitación de mi pequeño Aarón. Cuando entré, comprobé que dormía plácidamente. Me tumbé a su lado en la cama y lo abracé con fuerza.

-          Te quiero, Laura. – me dijo con voz adormilada.

-         Y yo a ti, pequeño mío.


Nuestro abrazo duró toda la noche, acompañado por la calidez de una brillante luz que entró por la ventana para arropar nuestro sueño.