viernes, 28 de marzo de 2014

Miedo a la oscuridad


El miedo es algo que se apodera del ser humano evitando que cualquier atisbo de luz o esperanza se filtre a través de la oscuridad que ha invadido el corazón. Por eso los actos que cometemos cegados por esa sensación pueden llegar a ser muy peligrosos. Es lo que le ocurrió a Amanda, una mujer aterrada por un extraño don que poseía y del que nunca supo su origen.

Sus manos eran más poderosas de lo que serían las de cualquier otra persona, pues le revelaban el destino de aquellas personas a las que tocaba. Descubrió este poder cuando tan solo tenía cinco años y pudo ser consciente de lo que estaba pasando. Al establecer contacto con su madre, unas imágenes muy confusas se apoderaron de su mente. Todo lo que había a su alrededor despareció y fue sustituido por lugares que no conocía y que tampoco comprendía. No sabía qué significaban esas imágenes pero, al desparecer, una sensación muy clara invadió su corazón: la soledad. Sabía que su propia madre viviría una vida solitaria, a pesar de las personas que vivirían a su lado.

Los años pasaron y Amanda aprendió a vivir con aquello que le habían dado sin haberlo pedido. Más que un don parecía una maldición. No soportaba ser partícipe de las desgracias de los demás, pues las alegrías sólo las sentía en contadas ocasiones. Aprendió a olvidar e ignorar y, por supuesto, evitaba establecer contacto directo con la gente, sobre todo con sus manos. Cuando no tenía opción, utilizaba gruesos guantes, ya que descubrió que con ellos no sentía nada. Para excusar esta extraña costumbre, alegó una extraña enfermedad de la piel que afectaba a sus manos y que se agravaba bajo la luz del sol. Con el paso del tiempo dejó de ser el blanco de las miradas y cotilleos, haciéndole posible olvidar su capacidad y llevar una vida normal.
Pronto se casó con un gran hombre que supo hacerla feliz y ambos se instalaron en una de las ciudades más importantes del país. Su marido era un alto cargo del gobierno, por lo que ella se convirtió en una mujer importante y respetada. Al cabo de poco tiempo, la vida la bendijo con una hermosa niña de cabello negro como el ébano y ojos claros como el mar. Luna fue el nombre que eligió para ella, pues al mirarla, acudía a su mente la paz y la tranquilidad de la oscura noche.
Siempre fue muy cuidadosa con todo lo concerniente a su poder, por eso evitaba permanecer demasiado tiempo sin sus guantes. Pero un día se olvidó completamente de ellos y Luna comenzó a llorar en su cuna. Sin apenas pensar en lo que estaba haciendo, Amanda se acercó hasta su hija y la sostuvo entre sus brazos con sumo cuidado. La arropó entre su pecho para tranquilizarla y fue entonces cuando comprendió lo que podía pasar. Sin darle tiempo para soltar a la niña, una terrible oscuridad la invadió, borrando de sus ojos el blanco dormitorio. Fuego, dolor, sangre y miedo, mucho miedo. Amanda intentó gritar pero ningún sonido pudo escapar de sus temblorosos labios. Cuando el control volvió a su cuerpo, soltó a la niña en la cuna y la miró horrorizada. Muerte. Su hija era portadora de mucho sufrimiento y destrucción. La muerte cabalgaba junto a ella y se cobraba la vida de aquellos que la rodeaban.
Amanda salió de la habitación sin mirar atrás. Luna continuaba llorando pero ella ya no la escuchaba. En lo único que podía pensar era en el miedo que le atenazaba el corazón. Jamás había sido testigo de una sensación tan terrible, los escalofríos que recorrían su cuerpo la hicieron tambalearse hasta que sus rodillas tocaron el frío suelo. Miles de imágenes desfilaron a través de su mente. Todas eran horribles. No podía permitir que sus seres queridos sufrieran una suerte tan terrible pero, ¿qué podía hacer ella? ¿Sería capaz de quitarle la vida a su propia hija? No, no podía, y lo sabía. Aunque la seguridad del mundo dependiera de la desaparición de Luna, Amanda no tenía ni el valor ni las fuerzas suficientes para arrebatarle la vida a un ser que era parte de ella. Fue entonces cuando la solución apareció sin previo aviso. Esa misma noche partiría una caravana de mercaderes que había llegado hacía dos días para vender sus productos. Se marcharían muy lejos y era bastante probable que no volvieran en mucho tiempo, tal vez nunca. Bajo la tenue luz de la luna, Amanda podría pasar desapercibida y dejar a su hija en uno de los carromatos. Nadie la descubriría hasta que se encontraran demasiado lejos para regresar. No era un acto honroso, Amanda lo sabía, pero le faltaba valor para afrontar lo que se avecinaba.
Cuando el sol se ocultó y la ciudad se dispuso a descansar, Amanda dejó a su marido arropado por la tranquilidad del sueño y salió al exterior con su hija en brazos. La niña dormía de forma placentera mientras era conducida hacia un lugar totalmente desconocido. Amanda llegó hasta la zona donde acampaban los mercaderes y pudo sortear a los vigilantes. Resguardada por los altos árboles que coronaban las afueras de la ciudad, la mujer depositó a su hija en un carromato, sobre un mullido cojín de plumas. Luna profirió un ligero gemido, aunque pronto la serenidad volvió a su pequeño rostro. Amanda sintió cómo una parte de su corazón se partía en mil pedazos, algo que no volvería a restaurar jamás. Se alejó con mucho cuidado para evitar que alguien la descubriese. Cuando se encontró lo suficientemente lejos y supo que nadie la escucharía, el llanto invadió su cuerpo y cayó al suelo desprovista de todas sus fuerzas.

Continuará...