Cada vez que cierro los ojos puedo
ver tu rostro, enmarcado en un halo de luz brillante que ilumina cada uno de
tus estilizados rasgos, que me recuerda de la forma más dolorosa que un día
estuviste a mi lado y jamás volverás a estarlo. Yo lo sabía, lo supe desde un
principio, pero eso no fue suficiente para impedir que te amara como lo hice.
Cuando no era más que una niña de diecisiete
años, perdida en un mundo que me había dejado completamente sola, tú llegaste a
mi vida de la forma más inesperada. Todo con lo que había crecido: mi vida, mis
sueños, mi familia… se lo había llevado el viento en muy poco tiempo. En mi
camino apareció una mujer que tuvo la bondad de entregarme un nuevo hogar en el
que poder aliviar mi dolor y paliar mi sufrimiento. Mis desgracias me convirtieron
en una joven triste, huraña, solitaria y cobarde. Pasaba los días encerrada
entre las cuatro paredes de la habitación que me habían asignado, con los ojos
clavados en un gran ventanal que me mostraba los suspiros de una ciudad gris,
fría y triste. Sobre mi mesita de noche descansaban las diferentes novelas que
me habían acompañado durante toda mi vida, lo único que había podido rescatar
de mi antigua vida, lo único que me ayudaba a mantenerme de pie.
Cada mañana recibía mis clases
correspondientes en las diferentes aulas que tenía el edificio, caminaba como
un fantasma hasta el comedor por pura inercia, y porque Amalia había insistido
en que debía comer al menos tres veces al día. Jamás te cruzaste en mi camino
por aquellos interminables pasillos repletos de gente a la que en realidad no
veía ni oía, pues mi mente permanecía en un lugar muy alejado de allí. Cada
tarde, cuando el sol se ocultaba perezoso entre las espesas nubes, abría una de
mis novelas y comenzaba a leer. Era el único momento del día en el que
conseguía que mi alma abandonara mi cuerpo para viajar lejos, a mundos
distintos donde podía ser otra persona y vivir la vida que siempre había
querido. Al final el sueño siempre me vencía, condenándome a afrontar un nuevo
día a la mañana siguiente. Una noche, el sueño se negaba a venir, así que
permanecí leyendo durante horas. Fue entonces cuando un sonido rasgado, pero a
la vez dulce y melodioso, consiguió arrancarme de mi ensoñación y me devolvió a
la realidad de forma brusca. Detrás de la puerta de mi habitación podía
escuchar el sonido de lo que parecía un violín. Mi corazón dio un vuelco. Hacía
meses que había decidido olvidar la música, hacerla desaparecer para siempre de
mi vida, pues su sonido me evocaba demasiados recuerdos, unos recuerdos que
prefería olvidar.
Abrí la puerta y caminé siguiendo
el punzante sonido de aquel violín. Cada nota, cada melodía, susurraba unas
palabras a mis oídos. Sí, la música también podía hacerme volar lejos de dónde
estaba, pero no lo había hecho desde hacía bastante tiempo. Llegué hasta una
gran puerta de madera, probablemente se trataba de la habitación de otro de los
niños que allí habitaban. Mi mano se acercó temblorosa al pomo de la puerta. En
realidad no quería abrirla, sólo deseaba quedarme ahí fuera, escuchando,
imaginando que eran las manos de mi madre las que sostenían el arco y lo hacía
deslizarse por las finas cuerdas del violín. Pero había algo más fuerte en mi
interior que me hizo girar el pomo y entrar en la habitación. El sonido de la
música se intensificó y allí estabas tú. Un joven demasiado delgado, con los
pómulos muy afilados y unos dedos muy estilizados que sostenían el arco con
decisión, construyendo una melodía triste, aunque apasionada a la vez. No sé
cuánto tiempo permanecí allí, observándote sin que te dieses cuenta. Tu cabello
dorado te caía en suaves mechones a través de tu rostro, tus ojos dorados
permanecían cerrados. Sin poder evitarlo, me acerqué a ti. Necesitaba hacerlo,
necesitaba mirarte de cerca. Sentí cómo mi corazón galopaba salvajemente en mi
pecho, gritándome algo que no podía escuchar. Sólo tenía oídos para ti y tu
música. Y como nada es para siempre, la canción terminó y tú diste un pequeño
respingo al verme.
- Lo siento, no quería asustarte. – dije yo un
poco avergonzada.
- No me has asustado. – me contestaste con una
hermosa sonrisa -. ¿Te gusta la música?
Yo asentí, aunque sentía cómo un nudo me aprisionaba la garganta.
- Pero me hace daño. – añadí.
- ¿Cómo puede hacerte daño? – me preguntaste
contrariado.
Aún hoy no sé por qué lo hice. Desde
que había llegado allí no había cruzado una sola palabra con nadie, lo único
que quería era estar sola para siempre. Sin embargo, algo extraño me ocurrió
cuando te vi. Me senté a tu lado, sobre aquella mullida cama, y te conté todo
lo que me había pasado. Tú me escuchaste con atención y asentías a cada
instante, pues sólo tú eras capaz de comprender el dolor que atenazaba mi alma.
- La pérdida es lo más doloroso que tenemos, sin
embargo, nadie puede escapar de ella. – me dijiste cuando las lágrimas
desbordaron mis ojos -. Soy James. – extendiste tu mano hacia mí.
Yo la miré y deseé tocarla con
todas mis fuerzas.
- Yo soy Natasha.
Fue a partir de ese momento
cuando el mundo comenzó a adquirir un poco de color. Tu compañía, tu sonrisa y
tu música volvieron a iluminar un camino que se había desvanecido por completo.
Ahora podía caminar por él sin miedo a perderme. Siempre te estaré agradecida
por ello. Pero fue entonces cuando percibí una extraña tristeza en tu mirada,
sabía que había algo que te inquietaba, aunque no me atrevía a preguntarte.
Hasta que un día, mientras leíamos sentados frente al calor de la chimenea del
salón principal, me confesaste el motivo de tu dolor.
- Natasha, no pretendía decírtelo, tal vez porque
pensaba que si no lo hacía desaparecería. Pero es evidente que algo así no va a
marcharse sin más y tú debes saberlo.
- ¿Qué te ocurre? – te pregunté. Sabía que había
algo que atormentaba tus días, tu mirada me lo había confesado hacía algún
tiempo.
- Me estoy muriendo, Natasha. Una terrible
enfermedad me está consumiendo desde que tengo uso de razón. Tal vez me queden
unos cuantos años o sólo unos meses, no lo sé.
El dolor que sentí al escuchar
tus palabras me traspaso el corazón como un afilado cuchillo. No dije nada, tan
sólo te abracé tan fuerte, que incluso llegué a pensar que si no te soltaba
nunca, la muerte no podría arrancarte de mis brazos. Aquella confesión no
impidió que nuestra vida continuara con normalidad. Durante algún tiempo no
volvimos a hablar del tema e intentamos olvidar la oscuridad que sobrevolaba
sobre nuestras cabezas. Esa amistad pronto se convirtió en amor. Ambos nos
percatamos de ello, aunque no lo mencionamos de inmediato. Mi sorpresa llegó
cuando una noche alguien llamó a la puerta de mi habitación. Al abrir y verte
en el umbral me di cuenta de que estaba en camisón. Tú me sonreíste y me
preguntaste si podías pasar. Por supuesto que te dejé hacerlo. Me pediste que
me sentara en la cama y tú te arrodillaste delante de mí, sosteniendo mis manos
entre las tuyas.
- Sé lo mucho que has perdido en esta vida, lo
doloroso que ha sido para ti verte sola en este mundo, por eso no es justo
dejarte volver a pasar por lo mismo. Sin embargo hay algo aún más fuerte que
eso en mi interior, que me grita sin cesar y me pide que haga lo que estoy a
punto de hacer. – tus ojos brillaban con una intensidad que no había visto
nunca. Podía sentir cómo tus manos temblaban -. Natasha, desde el primer
momento en el que te vi me enamoré de ti, de tu mirada, de tu sonrisa, de tu
tristeza. Sé que no tengo mucho tiempo por delante, pero el poco que me queda
quiero pasarlo a tu lado, disfrutando de tu presencia cada día. No estás
obligada a aceptar, pues tienes todo el derecho del mundo a querer vivir junto
a hombre con el que poder envejecer. Aún así, necesito preguntártelo. ¿Te
casarías conmigo?
En toda mi vida nadie me había
dicho unas palabras como aquellas y, al igual que tú, yo me había enamorado de ti
desde el primer día que te vi. Sabía a lo que me enfrentaba, sabía que podías
marcharte en cualquier momento y volvería a quedarme sola, pero ¿qué sentido
tenía tener la oportunidad de pasar el mayor tiempo posible a tu lado y
desperdiciarla? Acepté tu propuesta sin pensármelo y nos casamos al año
siguiente. Sabes que aquel tiempo fue el más feliz de mi vida, me entregaste tu
vida y yo hice lo propio con la mía. Tú y yo éramos uno y, como tal, vivíamos y
sentíamos. Hiciste que la esperanza volviera a florecer en mi interior y fui
capaz de aceptar aquello que me había ocurrido y vivir en paz. Bastaron diez
años para que la muerte te arrancase de mi lado. Tenías razón, nadie puede
escapar a la pérdida. Permanecí a tu lado hasta que la vida se te escapó de tus
labios, con un ‘te quiero’ susurrado que me ha acompañado hasta hoy.
Ahora solo vivo de tu recuerdo,
pues en los ojos de nuestro hijo puedo verte y sentirte cada día.
Gracias por
todo y hasta siempre, amor mío.